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Cuando ganar 250.000 euros al año no es suficiente para llegar a fin de mes

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"El sueño se terminó" ('The dream is over'), dice el experto en tecnología Rob Enderle sobre Silicon Valley. Ilustración: Laurent Hrybyk

Los precios de la vivienda se han vuelto locos, los sueldos ya no son lo que eran, los escándalos laborales y sexuales están a la orden del día… Silicon Valley, el edén de la nueva economía basada en la tecnología, se muere

3 de julio de 2019 – Agencias.

Quiso ser Florencia y ahora corre el riesgo de convertirse en Detroit. Silicon Valley se muere. No es la suya una muerte muy divulgada, pero la prensa lleva ya meses hablando de ella sin tapujos. Incluso The New York Times, que ya le ha dedicado una serie de artículos de marcado sabor necrológico. Algunas de las principales compañías tecnológicas mantienen su sede allí, al sur de la bahía de San Francisco, al pie de la sierra de Santa Cruz, en el valle de Santa Clara. Pero lo que ha muerto es la utopía tecnológica de finales del siglo XX que quiso ver en Silicon Valley una concentración de talento y capacidad de innovación sin precedentes al servicio de una nueva economía capitalista y de un mundo mejor.

En palabras del experto en tecnología Rob Enderle, “el sueño se acabó”. El llamado Valle del Silicio alberga ahora empresas decadentes, con pésima reputación, en un entorno de toxicidad creciente. En un artículo de vocación ciertamente polémica escrito para Tech News World, Enderle incluso habla de la élite empresarial del valle como de una casta de hombres poderosos y desconectados de la realidad que siguen embarcándose en “orgías sexuales y narcóticas” con sus mujeres y empleadas, como si la era posterior a Harvey Weinstein y el movimiento #MeToo no fuesen con ellos.

Más allá de la visión apocalíptica de detractores tan feroces como Enderle, abundan opiniones negativas, pero bastante más moderadas, como las del analista financiero Scott Maxwell, que atribuye la decadencia de Silicon Valley “a que ya no tiene sentido aislar y concentrar el talento”. En la era de las redes sociales, los teléfonos inteligentes y las videoconferencias, se pregunta Maxwell, “¿de qué sirve obstinarse en abrir una nueva empresa en un lugar donde la competencia es feroz, los alquileres muy altos, los sueldos astronómicos y los impuestos desproporcionados?”. Instalarse en el valle es ahora mismo más una cuestión de estatus que una decisión práctica. Parece preferible irse a Boulder, en Colorado; a Portland, en Oregón; a Wilmington, en Delaware. Incluso a Detroit, ciudad difunta hasta hace muy poco y de nuevo pujante. O a Singapur. Maxwell lo tiene claro. Silicon Valley ha muerto de éxito. Ha creado un mundo interconectado en el que ya no tiene sentido intentar darle al talento una sólida base local.

“En el valle de Santa Clara se cultivaban las mejores ciruelas del mundo”, cuenta Sal Pizarro, redactor y columnista de The Mercury News, uno de los principales diarios de la ciudad californiana de San José, “desde los miradores de la sierra de Santa Cruz, al pie de las colinas, se distinguen aún los grandes cultivos frutales de Monte Sereno o Los Gatos, abastecidos de agua por pozos artesianos hasta bien entrados los años cincuenta del pasado siglo”. Los fabricantes de ordenadores y microchips de silicio se concentraban al principio en la franja norte del condado, en el triángulo formado por la Universidad de Stanford y las localidades de Palo Alto y Menlo Park.

A partir de ese próspero núcleo, las empresas tecnológicas empezaron a extenderse como una mancha de aceite hacia al sur y el este, colonizando por completo la por entonces lánguida ciudad de San José y los pequeños enclaves rurales que la rodeaban: Sunnyvale, Saratoga, Mountain View, Cupertino… Hoy, ese entorno densamente urbanizado es la tercera área metropolitana con mayor renta per cápita del mundo tras Zúrich y Oslo. Pero Pizarro asegura no sentir nostalgia por aquella California que fue, por sus ciruelas y sus coníferas: “Sería absurdo. También en las colinas de Hollywood se cultivaban muy buenas naranjas, pero les fue mucho mejor cuando empezaron a hacer películas”.

Nada drástico parece haber sucedido en los últimos años. El valle de Santa Clara sigue albergando las sedes de Google, Facebook, Wells Fargo, Visa, Chevron y tantas otras. Es más, startups tan prometedoras como Gladly, Nurx o Shippo acaban de establecerse en los alrededores de San José, entre la sierra de Santa Cruz y el sur de la bahía de San Francisco. Sin embargo, la prensa internacional ya da por poco menos que indiscutible que esta zona y su próspera economía basada en la innovación y la excelencia han entrado en su particular momento mórbido, cuando lo viejo está a punto de morir y lo nuevo no acaba de nacer.

Un artículo del año pasado, publicado en The New York Times por Kevin Roose, dio la voz de alarma al proclamar con rotundidad “el fin de Silicon Valley según Silicon Valley”. Sal Pizarro lo ha leído, por supuesto. Ese y otros muchos. De ahí el tono crepuscular de sus palabras. Los artículos no le parecen una cantinela catastrofista. Piensa que, en efecto, “las empresas tecnológicas más prometedoras de EE UU ya no se plantean venir aquí, están considerando alternativas como Chicago, Boston, Portland, Austin, Colorado, Detroit… En cuanto a las internacionales, probablemente estén pensando en Pekín, Moscú, Berlín o Tel Aviv”.

“Las cosas no ocurren de verdad hasta que The New York Times habla de ellas en su portada”, bromea el profesor universitario de ciencia y tecnología Andrew L. Russell, estudioso del auge y decadencia de Silicon Valley, “pero las señales del declive llevan ahí mucho tiempo para quien quiera verlas”. Russell las resume con precisión y contundencia: “El valle ahora mismo es el símbolo de los peores vicios del capitalismo posmoderno. Tipos que ganan auténticas fortunas comerciando con tu intimidad, difundiendo bulos en sus redes sociales, falsamente democráticas y cada vez más intrusivas. ¿Quién quiere formar parte de eso?”.

Russell escribió hace unos meses un artículo en la revista Fast Company en el que explicaba por qué Silicon Valley había dejado de ser “la nueva Florencia” e iba camino de convertirse en “la nueva Detroit”. En él recuperaba algunos de los argumentos que la ensayista y profesora de la Universidad de Stanford Glenna Matthews expuso en su libro de 2002 Silicon Valley, women and the California dream [Silicon Valley, las mujeres y el sueño californiano]. Matthews denunciaba ya entonces el desarrollo de una cultura “tóxica”, elitista, patriarcal y racista, que discriminaba salarialmente a mujeres y minorías étnicas, donde el acoso sexual y laboral eran prácticas rutinarias y el espíritu comunitario brillaba por su ausencia.

Según Russell, el declive al que apuntaba Matthews no ha dejado de acentuarse en los últimos 15 años. La principal novedad, asegura el periodista tecnológico Herb Scribner, es que el empleo precario ha hecho su aparición en las startups del valle. “Facebook y compañía siguen pagando salarios iniciales de seis cifras”, explica Scribner, “pero las nuevas compañías que se establecen en Cupertino o San José están reclutando jóvenes licenciados atraídos por el prestigio del valle a los que pagan, en ocasiones, sueldos que les condenan a malvivir en uno de los entornos urbanos más caros del mundo”.

Malvivir, en este contexto, consiste en resignarse a que comprar una casa en el valle resulte imposible para cualquiera que no tenga un sueldo astronómico. En una encuesta publicada este año por The Mercury News, gran parte de los residentes en el condado de Santa Clara que ganaban entre 200.000 (unos 176.000 euros) y 300.000 dólares (unos 264.000 euros) anuales se definían a sí mismo como “clase media”. Puede parecer exagerado, pero ¿cómo considerarse rico en un entorno en el que abundan los multimillonarios y el precio medio de la vivienda es de los más altos del mundo? Casi un millón de euros cuesta la vivienda media en Silicon Valley y unos 5.000 euros al mes el alquiler.

La pregunta no es cuánto dinero tienes, sino cuánto necesitas para vivir dignamente en un lugar así. Dadas las circunstancias, no es extraño que los recién llegados se estén conformando con instalarse en pensiones de barrios populares de San Francisco como Tenderloin, a una hora por carretera de sus lugares de trabajo. Los antiguos antros de prostitución por horas del que no hace mucho era el barrio más degradado de la ciudad de la bahía se han convertido en residencias improvisadas para esta nueva élite precaria de la que habla Scribner.

A Andrew L. Russell le intriga la idea de que Silicon Valley y Detroit puedan ser, hasta cierto punto, vasos comunicantes. Después de todo, de eso trataba el artículo de Kevin Roose en The New York Times que hizo saltar las alarmas. De cómo un grupo de inversores tecnológicos se estaba planteando abrir sus empresas en Detroit, atraídos por el actual dinamismo de la ciudad de Michigan, que tocó fondo en los ochenta y noventa, pero lleva intentando recuperarse desde entonces. “Durante la presidencia de Ronald Reagan, Detroit se convirtió en una ciudad fantasma, el símbolo más elocuente de los estragos de la desindustrialización de EE UU”, explica Russell. “En paralelo, Silicon Valley se consolidó como la sede de un capitalismo tecnológico más humano, más progresista y más innovador”, añade.

Es paradójico que la decadencia del valle de Santa Clara coincida con el nuevo auge de Detroit, pero tampoco conviene llevar la metáfora demasiado lejos. En realidad, todo apunta a que van a ser entornos urbanos como Boston, Chicago, Austin o el área de Nueva York los que en mayor medida van a beneficiarse de la decadencia de Silicon Valley y de la inminente dispersión del talento que llegó a concentrarse en él. Para Russell, una prueba elocuente del alto grado de “toxicidad” del valle es la enorme proliferación de vertederos industriales en el condado de Santa Clara. Al final, el capitalismo de vanguardia ha acabado siendo tan poco respetuoso con el medio ambiente como el tradicional. O incluso menos.

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